martes, 25 de junio de 2019

Adrenalina infantil


Por Julia Polanco B.

Nuestra casa estaba frente a un potrero de alfalfa, cercado por alambre de púas. A mis ojos de niña ese verdor parecía infinito, hasta toparse con el cerro de Renca. En cuyos faldeos, según mi visión a distancia había una casa patronal.

La inmensidad de ese verdor, era un verdadero imán en época de cosecha, que me invitaba junto con otros niños a adentrarnos hacia lo prohibido.

Esperábamos ansiosos y expectantes el término de las faenas de las máquinas que cortaban y amontonaban la alfalfa en grandes cerros, para poder sigilosamente traspasar la alambrada y zambullirnos en ellos.

El júbilo y la libertad de sentir y oler ese almohadón gigante duraban hasta que a lo lejos, aparecía entre los cerros de alfalfa, la figura que nos causaba pavor. Un caballo blanco cuyo jinete nos infundía el terror más gran de la infancia y que casi apagaba la felicidad. Sabíamos que al verlo debíamos huir despavoridos.

Huíamos tratando de saltar la alambrada, sabíamos que al cruzarla la seguridad de nuestras casas aguardaba. Temerosos pero felices repetíamos la hazaña cada atardecer.

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