Por Julia Polanco B.
Nuestra casa estaba frente a un potrero de alfalfa, cercado
por alambre de púas. A mis ojos de niña ese verdor parecía infinito, hasta
toparse con el cerro de Renca. En cuyos faldeos, según mi visión a distancia
había una casa patronal.
La inmensidad de ese verdor, era un verdadero imán en época
de cosecha, que me invitaba junto con otros niños a adentrarnos hacia lo
prohibido.
Esperábamos ansiosos y expectantes el término de las faenas
de las máquinas que cortaban y amontonaban la alfalfa en grandes cerros, para
poder sigilosamente traspasar la alambrada y zambullirnos en ellos.
El júbilo y la libertad de sentir y oler ese almohadón gigante
duraban hasta que a lo lejos, aparecía entre los cerros de alfalfa, la figura
que nos causaba pavor. Un caballo blanco cuyo jinete nos infundía el terror más
gran de la infancia y que casi apagaba la felicidad. Sabíamos que al verlo
debíamos huir despavoridos.
Huíamos tratando de saltar la alambrada, sabíamos que al
cruzarla la seguridad de nuestras casas aguardaba. Temerosos pero felices
repetíamos la hazaña cada atardecer.
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